Aroma a Libertad
19 de octubre 1810 Animadas por la energía de don Esteban Arze, las tropas salieron de Ouro el 12 de noviembre, y marcharon sobre la extensa altiplanicie que se abría como una playa endurecida y trepidante. Esa madrugada tocaron marcha con tambores y cornetas antes de partir rumbo a Sicasica. El ejército estaba encabezado por un batallón de fusileros, luego estaban los que se habían armado de macanas, detrás de ellos estaban los de caballería y al final la división de indígenas que cargaba los cañones y las provisiones. El avance de la columna era lento y grave.
El lunes 13 llegaron a Caracollo, pasaron la noche ahí. El martes 14 en la madrugada continuaron su recorrido por la llanura, dejando a su paso los montes de Condor-chinoca y las serranías de Oruro. Llegaron a Panduro donde descansaron una hora. Comieron algo, cerca de un viejo fortín, a la orilla del riachuelo. Luego continuaron caminando por la pampa, siempre en ascenso, hasta que, después de un par de horas, llegaron a una llanura uniforme bordeada por un arroyo que bajaba de las colinas del Este, se deprimía y formaba una cuenca llena de pálida vegetación sobre la cual, entre zanjas, crecían tolas y yaretas; esa llanura era conocida como Aru-huma.
Al fondo se podía ver al ejército realista en perfecta formación de combate. A esa hora el frío calaba hasta los huesos, era tan intenso que por los hocicos de los animales escapaban tibios vapores, y sus ijares se hundían y dilataban alternativamente tratando de calmar las ansias por lo que adivinaban venir.
—Altoperuanos, en estos momentos de peligro donde se juega la suerte de la patria, debemos estar todos unidos en esta lucha. El Altoperú clama libertad y justicia —arengó Esteban Arze, dirigiéndose a su ejército—. En estas pampas derramaremos sangre enemiga. Recordad, valerosos patriotas, ante vuestras macanas el enemigo tiembla. ¡Viva la libertad!
—¡Viva la libertad!
La caballería, seguida por los infantes, se introdujo al mar amarillento de tolas y llegó a destino cuando el sol se alzaba nítidamente en un cielo sin nubes. Se veía, a lo lejos, con toda claridad una línea entera de jinetes que, confiados en su entrenamiento y experticia, esperaban subestimando al enemigo para hacerlos trizas. El coronel Fermín Piérola, al ver que los patriotas se le venían como un huracán, amenazando envolver a todo su ejército, lo hizo formar en batalla, sin buscar posiciones militares, subestimando a sus adversarios.
Al otro extremo del campo, el general Guzmán desenvainó su acero y, para estremecimiento de todo el ejército, gritó enérgicamente:
—¡En línea! ¡Sables! ¡A la carga!
Las caballerías avanzaron uniformemente.
—¡Infantería, avance de frente! —la voz de Esteban Arze resonaba brava y enérgica.
Los soldados se echaron de bruces entre los tolares, quedando ocultos entre la hierba. Agazapados esperaban las órdenes para avanzar.
—Guzmán, que la caballería tome el costado izquierdo de la llanura para cortar retirada a esos desgraciados, y usted, Unzueta, posesione a sus soldados por aquel lado –gritó Arze, controlando las cabriolas que trazaba su caballo.
Unzueta, escoltado por una buena porción de caballería, se posicionó sobre una colina y, desde allí, hizo alistar las dos piezas de artillería aprovechando el terreno elevado, mientras los infantes, jadeando, reptaban entre los matorrales.
La colisión fue eléctrica y estuvo colmada de sonidos turbadores: quejidos, alaridos, golpes y los relinchos de los caballos que habían entrado en un estado de pánico. Al unísono con los estampidos, se oían alaridos de muerte, gritos de un bando y del otro unidos por el mismo frenesí.
Los jinetes galopaban con los ojos bien abiertos en medio de la humareda que hacía imposible ver, llevándose por delante a los españoles vitoreando:
¡Viva la Patria! ¡Mueran los chapetones!
Como serpientes, los patriotas avanzaban sobre los arbustos. Una hondonada cubierta de breñas facilitaba sus maniobras. Jinetes y cabalgaduras entre charcos de sangre, fusiles, sables y morriones caídos por aquí y por allá, algunos heridos arrastrándose entre las tolas, lívidos, exánimes, sin aliento para alzar la voz.
— ¡A reunión! —gritó Arze, con énfasis —los ojos en el paisaje siniestro, sintiendo todavía el calor de la pólvora.
Apretó las piernas y pasó entre cuerpos ensangrentados y caballos huérfanos. Guzmán miraba los rostros fieros y desencajados de los patriotas, hombres curtidos, robustos y de piel curtida. Contenidos pero alegres, los hombres empezaron a gritar victoria, se felicitaban con abrazos. Esteban Arze despertó del aletargamiento sólo cuando escuchó que sus hombres lo aclamaban a viva voz. Arze los había conducido a un triunfo rápido y aplastante, ganándose la admiración y respeto de su ejército que continuaba enardecido.
La batalla de Aroma duró más de una hora, y los veteranos de Piérola, completamente vencidos, se retiraron al pueblo de Sicasica, dejando más de la mitad de sus compañeros tendidos en el campo de batalla, armas, bagajes y municiones, pero sobre todo su orgullo.
Arze apareció de entre la bruma y el humo. Jadeante, levantando su sable como queriendo zaherir el cielo, gritó: valientes cochabambinos, cruceños, paceños, orureños, charquinos, tarijeños y potosinos, este es el crisol de una nueva nación. Que el mundo lo sepa, ante vuestras macanas el enemigo tiembla. ¡Viva la patria, viva la libertad!
Ilustración de la Batalla de Aroma o Arohuma, óleo de la Pinacoteca Militar
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