el diablo

Este es el cuento del diablo cuando un dia comenzó todo por un calle
— Esta es la casa de donde el diablo se llevó a un avaro, en alma y cuerpo.

Era muy sugestivo el dato para una pequeñita como yo, cuya infancia fue atormentada con la idea del diablo, de espeluznante figura, coludo y cornudo, y el infierno, antro candente de tizones jerárquicos, con lúgubres lagunas de plomo derretido...

— ¿Y será cierto abuelita? —interrogué abriendo desmesuradamente los ojos.

— Sí, mi hijita, muy cierto, el corrido lo confirma y la fama lo pregona; y yo que asistí al entierro, que como el de todo hombre egoísta, fue poco concurrido, sentí el fuerte olor a azufre que despedía el ataúd. Y debes saber, hija mía, que el azufre es el perfume oficial del diablo...

Aunque las abuelas son el pergamino viviente de recuerdos verídicos y anécdotas sentidas, dudosa de este cuasi macabro suceso, preguntaba yo a cuantos podían darme cuenta respecto de la vida y milagros de don Crispín, nuestro extraordinario personaje. Pasados muchos años, descorrido el telón de los prejuicios, me propongo poner en escena realista su extraordinaria figura.

Don Crispín, era un hombre afortunado, prestamista de talla. Todos los negociantes necesitados, recurrían a sus arcas hipotecando sus propiedades y joyas con intereses exorbitantes que luego se capitalizaban y al final de cuenta, resultaban escasas las propiedades hipotecadas, para el pago de sus deudas, pues don Crispín no era de los que perdonaba un cobre.

A este andar el avaro se hizo riquísimo, dueño de inmensas fincas y muchas casas, fuera de joyas empeñadas y dinero hasta para enterrarlo.

En sus mocedades dizque era un gordinflón de regular estatura; pero de viejo, no era más que un esqueleto insomne. Su vida era de una continua abstinencia; no bebía sino agua de las piletas por no gastar en cacharros ni vasos. No usaba anteojos por no gastar los vidrios y sus grises ojuelos de ave de rapiña se hundían en las concavidades de sus descarnadas órbitas; y no dormía con la preocupación de aumentar sus tesoros. Las cifras del tanto por ciento mantenían el vigor de su cerebro.

Todos los vecinos de Cochabamba le tenían repulsión y no escaseaban sus odiadores.

Un joven apellidado Betancur, agricultor y enamorado impenitente había recurrido al préstamo de don Crispín, quien conocedor de sus latifundios, le concedió inmediatamente. Le cobró el doble de intereses porque varias veces le había desbancado en sus querencias.

Se sabe que don Crispín era aficionadísimo al bello sexo, pero le gustaba ser correspondido por sus méritos personales, o cuando más a cuenta de intereses...

Betancur, joven de gallarda apostura, robusto solterón, era el dulce apetecido de las buenas mozas, tanto por su atracción física, cuando por su generosidad hasta ser botarate en sus conquistas. De ahí la rivalidad oculta de don Crispín.

Con el transcurso del tiempo creció inmensa-mente la deuda y aconteció lo esperado por el avaro; se adjudicó a vil precio todos los bienes de Betancur a quien lo condenó a sombrearse en la cárcel por el resto de lo adeudado.

Las torturas que sufrió con esta catástrofe no son para contarlas.

En la oscura y fría celda carcelaria, su corazón se entumecía, falto de libertad y sus sentimientos aprisionados clamaban odio y venganza.

A costa de grandes sacrificios y penas, por fin pudo evadirse de su prisión. En adelante obligado a vivir de su trabajo y privado de sus dulces amoríos, que sin derroche de dinero, se tornaron en tristes recuerdos, su vida se hizo imposible. Sed de venganza sintió su árida existencia y toda su aspiración se redujo a meditar el modo de castigar el proceder inicuo de aquel monstruoso ser acaparador de bienes ajenos y causante de su miseria espantosa. Necesitaba una sanción ejemplarizadora y perdurable.

Los avaros mueren casi siempre en forma violenta o trágicamente; él con cuanto gusto le apretaría el pescuezo a ese hombre avezado en la crueldad. Pero no; esperaría el momento oportuno de una sanción trascendental y moralizadora.

Mientras tanto el acaudalado avaro, arrastraba su vida mezquina de ansiedad y remordimiento.

Un traje verdinegro, de eterna duración, parecía colgado en su esqueleto de alambre, y la costumbre de no comer, sino lo convidado en casa ajena, a distintas horas, había acabado por estragarle el estómago, y cayó gravemente enfermo.

Anoticiado Betancur fue el más asiduo preguntón de su salud. Pasó varios días de incertidumbre y expectativa para el cumplimiento de sus propósitos, hasta que una tarde le anunciaron que en ese momento había dejado de existir.

Armado de picota y lampa, se dirigió en la semioscuridad del crepúsculo, por la colina de San Sebastián, tras del cementerio, donde abrió con cautela una profunda fosa. A su vuelta, recogió algunas semillas oscuras de algarrobos enanos (algarrobos del diablo), que abundan en esos alrededores; se dirigió a la botica a comprar azufre y un narcótico en polvo; luego, en su aislado tugurio, meditabundo, sintió desfilar las negras y largas horas de la noche, hasta las doce.

¡Medianoche! ¡Hora fatal del silencio y del misterio! Hora de los sonámbulos, hora de los sin sueño; hora de las lechuzas y los búhos, hora de los criminales y ladrones, encubridora de delitos, guía de los ensueños. Tu ambiente es de beleño, tus prosélitos son el adormecedor éter y el opio fantástico, ¡hora fatídica del embrujo y del misterio!...

Valientemente salió de su casa cargando en un costal de lana, dos adobes que fueron ligeros para sus hercúleas fuerzas.

A esa hora los miembros de la familia dormían el dulce sueño de los ricos herederos, cuando Betancur dejando su carga tras de la puerta de calle, se asomó amistosamente a acompañar a los dos pacientes ponguitos, que mal de su agrado velaban el cadáver del patrón. Los acompañó un momento y habiéndoles inspirado confianza, mandó a uno de ellos a comprar chicha, ese néctar apetecido del indígena donde le echó el narcótico. Los del velorio bebieron agradecidos, no tardando en dormirse profundamente. Entonces Betancur pudo efectuar su meditada venganza.

El graznido de un búho nocherniego hizo estremecer sus retemplados nervios y en medio del profundo silencio de la noche, fue el único guardián que dio su estridente alerta.

Rencoroso y sereno, nuestro hombre, arrancó del féretro el rígido cadáver de don Crispín, que tieso, con los cabellos en desorden y las manos crispadas parecían defenderse.

Con valor increíble lo insaculó en el costal de lona; luego esparció el azufre en la caja mortuoria y humedeciendo el polvo de la semilla del algarrobo con su saliva untó encima de los adobes de tierra y partió con su siniestra carga por las desiertas calles de la ciudad, al amparo de las sombras noctámbulas, hacia el Sur de la población, camino de la fosa abierta detrás de la colina.

Sus pasos firmes y pesados repercutían en el pavoroso silencio de las calles, y sin embargo, nada le hizo retroceder en su tenebroso empeño. Betancur estaba loco, obsesionado.

Al clarear el alba, llegó a su casa, como aliviado del rencor que pesaba en su conciencia, y se durmió tranquilamente.

Al amanecer, los parientes del rico extinto, al entrar en la sala mortuoria, retrocedieron, sintiendo la fetidez infernal que despedía el ataúd. Los ponguitos roncaban a maravilla y ¡horror! en lugar del cadáver de don Crispín, sólo estaban dos adobes.

Todos los indicios recayeron en la certidumbre de que el diablo se lo había llevado en cuerpo y alma al avaro, por haber hecho gemir a tanta gente que condujo a la miseria.

Rápidamente habían clavado el cajón antes de que nadie se apercibiera; pero quien se encargó de propalar la noticia fue Betancur que contó a cuanta gente pudo el caso ejemplarizador de que el rico avaro de la calle Argentina había sido conducido por satanás en persona, en carro de fuego, custodiado por lacayos de cuerno y cola a toda velocidad condenado a arder eternamente como un mechón de primera magnitud en los abismos infernales.

El hombre arruinado hizo tristemente célebre la memoria del hombre explotador y odioso.

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